Siempre he tenido la maldita costumbre de no querer irme a dormir cuando algo no estaba bien. Me llamaban cabezota porque insistía cuando otros querían pasar página o descansar. Pero he tenido que quitarme esta manía que en el fondo descubría quién soy. Hacer eso que llaman "consultarlo con la almohada" y apañarme para cerrar los ojos sin tener la música a tope.
No es fácil.
Porque al final te toca asimilar que por mucho que te desahogues hay cosas que no puedes decir, ni debería escribir.
Hay cosas que pasan y no es la primera vez que guardo algo en mi mochila.
Despertar es más sencillo, afortunadamente, porque sigo teniendo a alguien que me saca a bailar y no me permite parar hasta después de arroparme, alguien que me cansa los huesos de tanto correr a ninguna parte y hace que me duelan los abdominales de tanto reír.
Sigo pensando que el mejor dolor del mundo es el que causa la risa. Y le quiero por ello. Aún más.
Sigo pensando que el mejor dolor del mundo es el que causa la risa. Y le quiero por ello. Aún más.
Pero luego te quedas a solas con la cama, ni con tres almohadas y dos mantas entras en calor, tienes las manos frías, ojalá sólo fuese eso. Porque ahí las cosas pasan como golpes y me las llevo a los sueños. Y soñar ya no te alivia de nada y no es justo.
Al final me he amoldado a la nueva rutina aunque sea a regañadientes y pegando patadas.
Pero mi orgullo también puede y si tengo que dormir revuelta, lo hago.
Yo también puedo hablar, yo también puedo decir que existo, pero se lo grito al cojín más cercano.
Yo también puedo hablar, yo también puedo decir que existo, pero se lo grito al cojín más cercano.
Las cosas pasan y negarlo es de estúpidos.
Y yo soy estúpida, cada noche, pero otros más, esperando que acepte que es mi culpa dormir mal.
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